Diego Armando Maradona murió este miércoles tras sufrir un paro cardiorrespiratorio en la casa de Tigre en la que se había instalado tras su operación en la cabeza.
El campeón del mundo con la Selección Argentina se descompensó en la mañana de este miércoles en la casa del barrio San Andrés, en el partido
bonaerense de Tigre, donde vivía desde que fuera sometido a una intervención quirúrgica. El 30 de octubre había cumplido 60 años.
Maradona, considerado por muchos el mejor jugador del mundo incluso por encima del brasileño Pelé, deja honda huella en los corazones de millones de argentinos, pero más aún en los millones de amantes al buen futbol, al arte, a la valentía y lealtad a la pelota.
Aún se recuerda el título mundial del seleccionado argentino en el que Maradona fue artificie con los dos goles que hizo el 22 de junio de 1986 contra los ingleses.
Esas pinceladas son y serán el mejor resumen de su vida, de su estilo, de lo que fue capaz de crear. Pintó su obra cumbre en el mejor marco posible.
Le dijo al mundo quién es Diego Armando Maradona, tramposo y el mágico, el que es capaz de engañar a todos y sacar una mano pícara y el que enseguida se supera con la partitura de todos los tiempos.
Diego dijo frases inoperables. La pelota no se mancha. Y las piernas cortadas. Y la tortuga que se escapa. Y el jarrón en el departamento de Caballito, además de pasajes que reflejaron su más estresados tipo de vida como el rifle de aire comprimido contra la prensa, la Ferrari negra que descartó porque no tenía estéreo, la mafia napolitana además del Diego de las canciones, el de los documentales a carne viva y las biografías siempre desactualizadas.
El que levanta el teléfono y llama cuando menos lo esperas y más lo necesitas. El que jugó partidos a beneficio sin que nadie se enterara. El que pasó del amor al odio con Cyterszpiler, con Coppola o con Morla. El que siempre vuelvió a sus orígenes y le prestó más atención a los que menos tienen.
Y el Maradona en Dubai donde se codeaba con jeques y contratos millonarios y el que en Culiacán y con 40 grados a la sombra pedía un guiso a domicilio. El que internaron en un
neuropsiquiátrico. El que pudo dejar la cocaína. El que hizo jueguitos en Harvard. Es el que como entrenador de Gimnasia vivió un postergado homenaje del futbol argentino. Aquel que había dirigido a Racing y a Mandiyú no era este último Diego de las rodillas chuecas, las palabras estiradas y las emociones brotando sin filtro.
Es también Maradona el hombre que se fue apagando. Se resquebrajó su cuerpo y empezó a sacar a la luz tantos años de castigo físico, de desbordes, de excesos, de patadas, de infiltraciones, de viajes, de adicciones, de subibajas con su peso, de andar por los extremos sin red de contención.
Y el alma se fue apagando al compás del cuerpo. En el último tiempo ya no quería ser Maradona y ya no podía ser un hombre normal. Ya nada lo motivaba. Ya no servía el paliativo de los antidepresivos ni las pastillas para dormir. Y la combinación con alcohol
aceleraba la cinta. Cada vez menos cosas encendían su motor: ni el dinero, ni la fama, ni el trabajo, ni los amigos, ni la familia, ni el fútbol. Perdió su propio joystick. Y perdió el juego.
Lo llora Fiorito. Lo lloran los Cebollitas donde se animó a soñar en grande. Lo llora Argentinos Junios. Lo llora Boca y toda la pasión que unió a un vínculo que fue mutando pero conservó el amor genuino. Lo llora Nápoles, su altar maravilloso en el
que con una pelota cambió la vida de una ciudad para siempre. Lo lloran también Sevilla, Barcelona y Newell’s, que infla el pecho por haberlo cobijado.
Y lo llora la Selección porque nadie defendió los colores celeste y blanco como él. En definitiva, lo llora el país entero y el mundo.