Hay discursos que no necesitan extenderse para dejar huella. Bastan unas cuantas palabras, una voz entrecortada y una emoción que desborda para entender el peso de una vida entregada al diamante.
Así habló Roberto “Metralleta” Ramírez, el veracruzano de brazo ardiente y corazón humilde, al ser inducido al Salón de la Fama del Béisbol Mexicano.
“Gracias a los Diablos Rojos del México, don Alfredo (Harp Helú), siempre lo he dicho, un señor, un caballero que no tiene límites.
“Diablos Rojos del México me hizo, ahí nací y ahí me moriré”, dijo, con la voz quebrada, mientras el aplauso de la eternidad lo envolvía.

Nacido el 17 de agosto de 1972 en Martínez de la Torre, Veracruz, Ramírez creció entre el olor del mango y el sonido de las pelotas golpeando los guantes de cuero.
Su destino se escribió con lanzamientos veloces, los mismos que le ganaron el apodo de “Metralleta”. En 1998 debutó en las Grandes Ligas con los Padres de San Diego, y al año siguiente se enfundó la casaca de los Rockies de Colorado.
Su paso fue breve, pero intenso: un salvamento, el 15 de agosto de 1999 ante los Expos de Montreal, bastó para dejar su nombre inscrito entre los mexicanos que llegaron a la cima del béisbol mundial.
Frase canchera
Quizás eso es lo que define a los verdaderos inmortales y no la cantidad de victorias, sino la capacidad de inspirar con humildad.
Pero más allá de las estadísticas, lo que distinguió a “Metralleta” fue su fidelidad a los Diablos Rojos del México, equipo al que regresó en 2001 y donde su historia se volvió leyenda. Allí, en la capital, defendió el montículo con el mismo fuego con el que empezó en Veracruz. En 2014, el número 25 fue retirado como símbolo de respeto y gratitud.

Su discurso fue más que un agradecimiento: fue un reencuentro con su propia historia. Mencionó a sus hermanos, a sus amigos de San Rafael, de Martínez, de Cardel… a su gente. Porque en cada palabra, “Metralleta” no hablaba de triunfos ni récords, sino de raíces.
Hay algo profundamente humano en esa forma de agradecer. En tiempos donde los reflectores suelen devorar la sencillez, escuchar a un hombre reconocer el valor de su origen es casi un acto de resistencia.

Ramírez no habló de sí mismo como héroe, sino como aprendiz eterno del juego y de la vida.
Él ya tenía su nombre grabado en la memoria del béisbol; ahora lo tiene también en el mármol del Salón de la Fama.

Pero, sobre todo, lo tiene en el corazón de quienes alguna vez lo vieron lanzar —rápido, preciso, apasionado— como si cada pitcheo fuera una promesa a su tierra.
Porque “Metralleta” no sólo lanzó bolas; lanzó sueños. Y algunos de ellos todavía siguen viajando por el aire, buscando el guante de una nueva generación que, como él, nació con la mirada fija en el diamante y el alma encendida por el béisbol.
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