En Xalapa, hay recuerdos que no envejecen. A pesar del clima frío y húmedo que envolvía la tarde, el calor de la memoria futbolera fue suficiente para iluminar el hogar del doctor Luis Rey Yedra, aquel arquero que alguna vez defendió los sueños del primer equipo profesional de la ciudad: los Delfines de la Universidad Veracruzana, fundados en 1967.

Hasta allí llegaron, uno a uno, algunos de los sobrevivientes de una época en que el futbol se jugaba con pasión genuina, camisetas pesadas y sueldos ligeros. Fue una reunión de hermanos, más que de excompañeros.
El motivo, aunque evidente, tenía un brillo especial: rendir homenaje a Roberto “Cacala” Blanco Carrillo, fino, técnico, goleador, pionero; pero sobre todo, amigo.

No se trataba de un reconocimiento institucional ni de un acto protocolario. Era, simple y llanamente, el corazón del futbol xalapeño regresando a agradecerle a uno de los suyos.

Entre abrazos, bromas y recuerdos que parecían sobrevivir intactos al paso de las décadas, Rafael Sobrino, arquitecto de profesión y memoria viva de aquellos Delfines, pidió silencio.
“A ver, silencio por favor, vamos a hablar”, dijo con esa mezcla de solemnidad y camaradería que solo se consigue entre quienes compartieron vestidor, derrotas, triunfos y sueños que parecían imposibles.

Entonces extendió un pergamino. “Expresamos nuestro más emotivo y cariñoso reconocimiento a Roberto Blanco Carrillo, el Cacala”, leyó con voz firme. Era un documento firmado por los integrantes fundadores del equipo que, un lejano 9 de julio de 1967, debutó derrotando 2-1 al Iguala en el Parque Deportivo Colón. Goles de Adán Ugalde y, por supuesto, del propio Cacala, que convirtió de penalti como quien confirma un destino.

Sobrino recordó, ante todos, que aquel muchacho xalapeño fue el primero del plantel en llegar a Primera División, con Pachuca y Puebla, abriendo camino para generaciones que solo necesitaban ver que alguien de casa lo había logrado.
Hablar de Cacala, dijo, es hablar de una trayectoria brillante, pero también de una vocación ejemplar que nunca renegó de sus raíces universitarias.

Luego vino el trofeo, entregado como símbolo doble: el del futbolista que triunfó y el del amigo que jamás se fue. Y allí, frente a todos, Cacala habló con la emoción al borde de la voz:
“Gracias a Dios que tuve la fortuna de estar en equipos tan grandes como los que mencionaste…” dijo, recordando sus pasos por Tiburones, Jalisco, Pachuca y Puebla.
Pero lo más profundo vino después:
“Siempre pensé en cada uno de ustedes cuando jugaba futbol. Nunca dejé de ser de la Universidad Veracruzana… Ojalá me estén viendo jugar”.
Era el testimonio de un hombre que, habiendo llegado lejos, nunca dejó de mirar hacia atrás, hacia su origen, hacia ese pequeño círculo de amigos que lo acompañaron desde los inicios y que ahora lo rodeaban para agradecerle tantas alegrías.
El aplauso final no fue breve ni protocolario. Fue un aplauso que abrazó.

Un aplauso que cerró ciclos, que devolvió tiempo, que confirmó lo que el futbol —el de verdad, el humano— tiene la capacidad de hacer, el unir y permanecer.
Un homenaje necesario
En tiempos donde el futbol parece obsesionado con la inmediatez, con las cifras, con los reflectores efímeros, este tipo de homenajes devuelve una brújula ética y emocional.
La historia del futbol xalapeño ha tenido héroes silenciosos, y Roberto “Cacala” Blanco es uno de los más grandes. No por títulos —aunque los tuvo—, sino por pertenencia, por lealtad, por identidad.
Nostalgia y justicia
Porque las leyendas, para ser completas, necesitan ser reconocidas en vida.
Y porque el futbol de Xalapa, todavía hoy, sigue viviendo del eco de esos primeros goles que abrieron camino.
Dejar una contestacion